Al entrar en este mundo,
aspiramos y comenzamos a llorar. No es solo la sensación física, lloramos
porque se silencia la canción de
nuestro mundo pequeñito. El útero materno no ha hecho otra cosa que prolongar
durante nueves meses las armonías de la canción que era nuestra antes de nacer. Los ruidos nos anuncian que hemos comenzado
un trabajo en una tierra desconocida. Las armonías, las cadencias y silencios nos
recuerdan a menudo nuestro cielo interior. Traemos un canto que es vida y es
grito sin sonido en este plano. El canto del alma a Dios el que nos recuerda a
diario que no somos de la tierra, que venimos a aprender y a enseñar, pero que
al final cuando nuestra canción sea
escuchada aparecerá el canto primal, aquel que estaba antes de nacer y con júbilo
sabremos que debemos partir.
Cuando salimos de la tierra
suspiramos. Y ese hálito etéreo se desparrama por todos los rincones y personas
queridas en un adiós en paz. Recobramos
la música de las esferas, el sonido del universo, la plenitud. No somos
materia, nos vestimos de materia para trabajar aquí, somos energía, vibración y luz por eso, al salir de la materia densa lo recordamos todo.
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